Sunday 6 May 2018

BABELICUS EN ESPAÑOL Número 5

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BABELICUS EN ESPAÑOL

Número 5 - 2018



Estimados amigos:

Les presentamos el quinto número de BABELICUS EN ESPAÑOL que forma parte del blog del amigo y escritor italiano Stefano Valente a quien agradecemos su apoyo y disponibilidad para con esta revista multicultural.


Y también en la página de Facebook

Para este número nos han llegado cuentos en español, de varios países de América Latina llenos de fantasía, humor y horror. Deseamos que este proyecto siga creciendo, y ruego a los escritores de lengua española interesados en publicar en Babelicus, que envíen sus colaboraciones a la responsable de la edición en español de la revista virtual bianual: Adriana Alarco de Zadra:  alarcoadriana@gmail.com

Se publicarán los cuentos que cumplan los requisitos de brevedad, gramática, fantasía y respeto. Los autores no pierden sus derechos de autor.

Portada: Castillo de Esperia (Fro): Óleo de Adriana Alarco



ADRIANA ALARCO DE ZADRA
Perú



RECORRIENDO HORIZONTES

Paso el tiempo abrazando la vida, recorriendo horizontes,

remendando relatos, llenándome los ojos de color

mientras pinto exóticos retratos o fantásticos castillos;

desvistiéndome de sentimientos tristes, corriendo con el viento

en lo alto de los montes y en los bosques del olvido,

acercándome a tu orilla y nadando en la playa del recuerdo.

Debo volver en mí, revolcándome, despertando, acariciando

pieles ajenas y desnudas, cuando la vida que se acaba

se llene otra vez hasta el borde de alborozo y de alegría.








DANIEL FRINI
Argentina

ÉRAMOS UN MILLÓN DE ANIMALITOS CIEGOS

Entraron a mi hogar destruyendo todo.

El primero en morir fue papá, al tratar de impedir que tomaran a mi madre; pero el más grande de los salvajes, el que a todas luces era el jefe del grupo, le asestó un tremendo golpe con su garrote, que deshizo su cabeza.

Mi hermano mayor me tomó entre sus brazos y quiso sacarme de la Gran Sala, alejándonos de Casa. Nunca supe de dónde vino el ataque. Se le doblaron las piernas y caímos. Cuando vi sus ojos vidriosos escudriñando el vacío, comprendí que estaba muerto. Grité con todas mis fuerzas, en una mezcla de impotencia y locura.

Ese fue mi último acto consciente. Nunca más volví a ver a mi familia.

Los salvajes me encerraron en una caja pequeña, en completa oscuridad. Me alimentaban una vez por día y nunca me dejaron salir. El olor y la pesadez del aire eran insoportables.

No sé cuánto duró esa agonía. Perdía el conocimiento de continuo. En mis escasos momentos de lucidez notaba a veces una negrura total y otras, hilos tenues de luz que iluminaban mis manos sangrantes e infectadas, como lo estaba el resto de mi cuerpo. Y en todo momento, el movimiento bamboleante me mostraba que íbamos andando hacia un destino que desconocía.

En el delirio de la fiebre oía desgarradores gemidos y hasta lo que, supuse, eran palabras que decían mis compañeros de marcha y agonía. No reconocí sus lenguajes.



Cierto día, el bullicio del exterior se hizo atronador. En algún momento abrieron la puerta de mi caja y dos salvajes me sacaron, arrastrándome, de ella. La claridad cegadora inundó mis ojos. Cuando, después de un tiempo, pude adaptar mi vista a la luz, comprendí que estaba en una jaula. Con gran esfuerzo, me puse en cuclillas y pude apreciar la inmensidad de la trágica escena.

Estábamos en una habitación muy grande, más grande que cualquiera que hubiese visto antes. A ambos lados de un pasillo estaban dispuestas las jaulas, similares a aquella en la que ahora me encontraba, algunas más grandes, otras menores. Unas encima de las otras. En su interior, infinidad de seres de los que habitaron mi tierra. Desde los grandiosos Caballos-con-Trompa, hasta los hermosos Seres-que-Surcan-los-Cielos.

Mi jaula ocupaba uno de los lugares más altos, apenas por debajo de una ventana circular. Poniéndome en puntas de pie con esfuerzo, a través de ella podía ver un paisaje desolado: una gran extensión de arena, con algunos arbustos esparcidos aquí y allá; una llanura chata apenas cortada por una montaña solitaria, a lo lejos, detrás del horizonte.

En la jaula vecina habían colocado a una hembra de mi raza, a la que jamás había visto antes. La cubría de vergüenza su desnudez obligada, y aunque la supuse hermosa, su rostro con sangre seca, sus ojos rojos de llanto y su cuerpo tan maltratado, quizá como el mío; me empujaron a la pena y a la necesidad de consolarla. Le hablé con suavidad, pero ni siquiera me miró. Perdí la cuenta del tiempo que pasamos allí.

No había ningún tipo de separación entre las jaulas de arriba y las de abajo, de modo tal que el excremento y el orín de las superiores caían de una a otra hasta llegar al piso. Muchos de los cautivos que estaban en las jaulas inferiores murieron. Cada día, una vez, los salvajes entraban a la Gran Habitación y retiraban los muertos, ponían a nuevos prisioneros, recién llegados, en otras jaulas y nos daban escaso alimento.

Nos castigaban sin motivo. Creo que mi compañera enloqueció. Lloraba y llamaba sin descanso a su hijo.

Finalmente, una mañana en que vi el cielo oscurecido por las nubes, se abrió la puerta de la Gran Habitación y entraron todos los salvajes. A su cabeza, uno de ellos, de pelo blanco y cara surcada por arrugas viejas, y al que nunca habíamos visto; alzó su mano. Se hizo el silencio y con voz atronadora habló con palabras que no entendí, pero que aún escucho en mis oídos como a una maldición, como el motivo y razón de la muerte de mi mundo. El dijo:

―¡Animales!, mi nombre es Noé.

Afuera se desató la tormenta. Llovió durante cuarenta días y cuarenta noches.



ELLA NOS ENSEÑÓ A DESCUBRIR MUNDOS MÁGICOS


Las clases con la señorita Tita eran pura poesía.  Pensá que teníamos, no sé, seis años; o siete alguno que repetía; no más grandes que eso; y la mayoría con un julepe bárbaro porque apenas dejábamos nuestras casas para entrar a ese otro mundo, el de los niños de impecable blanco, como decía la directora. No había Jardín de Infantes ni aclimatación con nuestras viejas. No señor. Primeros días de marzo, olvidate de la infancia, chau mamá, y adentro, a clases.

Pero con ella ¡que delicia! Tenía el don de hacerte sentir en el patio de tu casa, jugando con tus amigos.

Cierta vez nos pidió que llevásemos plastilinas de colores. Ese día la Señorita Tita entró al aula, y nos dijo:

—Hoy vamos a fabricar pájaros.

Nos dio algunas indicaciones y, con las manitos sucias después del recreo largo, empezamos a moldear bolitas chiquitas y grandes que juntábamos, unas con otras, remedando algo lejanamente parecido a un ave. Y entonces, cómo decirte, se hizo el milagro. Ella empezó a pasearse entre los bancos, diciendo, mientras acariciaba nuestras cabecitas:

—Qué bien, María

—Te felicito, Rubén

—Muy lindo, Mario

Y después de esa caricia, en nuestras manos, esas estatuitas deformes de plastilina se transformaron lentamente en aquello que cada uno de nosotros había imaginado. Y empezaron a volar. 

Aparecieron hermosos gorriones, fantásticas golondrinas, y loritos barranqueros, y benteveos, chingolitos, calandrias, cardenales, canarios, tordos. Algunos más estudiosos, que habían visto dibujos y fotos en algún manual, se le animaron a los flamencos –por aquel entonces yo no sabía que se llamaban así- y a las cigüeñas, y a un pelícano, gaviotas, garzas, petreles. Y dos o tres que tenían una imaginación fabulosa, amasaron unos pájaros extrañísimos que recuerdo —la memoria, vos sabés, te juega malas pasadas— como parecidos a quetzales, guacamayos y aves del paraíso.

Casi al mismo tiempo, las paredes del aula se desvanecieron y nos encontramos sentados en un prado, al pie de la sierra; bajo un cielo luminoso y cristalino; y con nuestros pájaros volando y piando, graznando, trinando, silbando o como se llame al canto de cada especie.

Y nosotros, embelesados, reíamos y gritábamos mientras saltábamos y corríamos de acá para allá, siguiendo sus vuelos con nuestras caritas llenas de vida, en medio de un festival de colores y plumas.

Y la Miriam que gritaba porque el cóndor que había fabricado el Cholito le hacía vuelos rasantes; porque todos sabían que el Cholito gustaba de la Miriam, como se decía entonces.

Y la gorda Alicia se quedaba quietita, con ojos de pánico, porque le tenía miedo a las palomas que le pedían esas semillitas de girasol, que ella llevaba siempre en un bolsillo; sí, las mismas que ahora se llaman pipas.

Y el José carreteaba intentando despegar mientras agitaba sus bracitos imitando el vuelo de un albatros que había inventado.

Y la Estela daba manotazos para agarrar su picaflor. Y la Susi sacaba miguitas de pan de adentro de su cartuchera para tirárselas a un hornerito que la miraba desconfiado. Y el Juancho, cómo no, buscaba piedritas; que por suerte no encontró, para poder usar con su gomera; desesperado ante tanto pájaro suelto y él sin municiones.

Yo miré a la señorita Tita: estaba radiante. Y te juro que vi al sol reflejado en una lágrima, que se me antoja de amor, sobre su mejilla.

Claro que el alboroto que hicimos debe haber sido grande, porque una milésima antes de que se abriera la puerta del aula, los pájaros se detuvieron en el aire. Volvieron las paredes, y el pizarrón, y los bancos, y el piso; se esfumó el cielo y apareció el techo de siempre, viejo y descascarado, con su lamparita solitaria colgando como un triste solcito casi apagado.Recortada en el marco de la puerta, apareció la silueta de la directora. Adivinamos su gesto adusto de siempre; y se nos vino encima el consabido discurso: que la escuela es un templo del saber, que no se puede permitir tanto ruido, que ¡estos niños!, que el respeto por los demás, que para hablar están los recreos, y dale, dale, dale.

Mientras nos retaba, miré al piso: pedazos informes de plastilina estaban desparramados por todos lados, aplastados, como si hubiesen caído desde gran altura.

La señorita Tita, ajena al discurso y a sabiendas de su semilla plantada, sonreía.


Daniel Frini - Escritor y poeta argentino. (Berrotarán ―Córdoba, Argentina―, 1963). De profesión Ingeniero, fue redactor y columnista en varias revistas, colabora en varios blog y e-zines.  Sus obras fueron galardonadas con varios premios y traducidas a varios idiomas. Participó como jurado en varios concursos. Es integrante del Grupo Literario “Heliconia” y coordinador del Taller Literario Virtual “Máquinas y Monos” de la revista digital “Axxón”. blog personal http://danielfrini2.blogspot.com.ar/




DIEGO MUÑOZ VALENZUELA
Chile



AUSCHWITZ


El anciano comenzó a descender calmoso la escalera que conducía a la estación del tren subterráneo. No tenía ninguna prisa, nadie lo esperaba. El matrimonio sin descendencia se había esfumado por completo con la muerte de su esposa algunos años atrás. Este recuerdo ya no lo entristecía; nada lograba sacarlo de su mutismo. Una vez al mes se animaba, más por obligación que por entusiasmo, a cobrar el cheque de la jubilación que le permitía prolongar su vida reposada. No pasaba estrecheces económicas, al menos. Era, tal vez, un monótono privilegiado.

Estaba pasado el mediodía y un calorcillo punzante se agitaba gozoso en la atmósfera pregonando el verano inminente. El anciano, sin embargo, portaba un grueso abrigo invernal; a su edad este cambio de clima era todavía una sutileza incapaz de modificar su indumentaria.

Terminó el descenso y se dirigió a la boletería que era atendida por una mujer rubia, madura y de expresión muy rígida. Demoró mucho en reunir las monedas para cancelar el boleto y la cajera lo observaba impaciente. Por fin juntó el dinero y recibió el boleto azul a cambio. Sintió, al alejarse, la mirada fría de la mujer en su espalda, pero no se atrevió a voltear el rostro.


Una vez en el andén sintió fatiga, era larga la caminata, y se acomodó en una silla acrílica desde donde pudo dominar toda la estación. Enfrente de él había un grupo de muchachas que no   hacían más que reír y hacerse cosquillas unas a otras. Cerca de él, de pie, un individuo alto, corpulento, con un bigote muy bien cuidado, contemplaba a las jóvenes sin perder detalle de sus movimientos; a veces sus faldas descubrían sus muslos suaves y torneados; otras, sus senos de turgentes pezones se veían por entre los escotes audaces. Este hombre ‑pensó‑ tendrá unos cuarenta años. Al otro lado de la vía, era curioso, no había nadie. El anciano abandonó sus observaciones al percibir un estremecimiento en el piso. No, no era un temblor, ya lo sabía, era el ferrocarril que se aproximaba. Se incorporó al tiempo que hacía su entrada el Metro. Las puertas de los vagones relucientes se abrieron y los nuevos pasajeros ingresaron. Las muchachas y el cuarentón subieron delante del viejo. El vagón estaba casi desocupado y no tuvo problema para encontrar asiento. El cuarentón se ubicó frente a las muchachas; era evidente su excitación. Una mujer gorda llena de paquetes se quejaba del calor y de la carestía mientras devoraba un chocolate enorme. Más al fondo un quinceañero se ruborizaba con las miradas provocativas y las carcajadas eróticas que le dirigían las jovencitas. El cuarentón se retorcía, envidiando al mocoso.


Las estaciones empezaron a sucederse con vertiginosidad. Una de las muchachas se acercó al joven solo con el pretexto de pedirle fósforos. El anciano pensó en reclamar si es que fumaban, mal que mal estaba estrictamente prohibido, pero su inercia lo hizo desistir.  El muchacho tenía fósforos y prendieron los cigarrillos. La señora gorda masculló algo que no se entendió a causa del chocolate que hinchaba sus mejillas. Los muchachos conversaron, luego empezaron a juguetear tocándose los cuerpos uno al otro.  Las muchachas se erotizaban y miraban al cuarentón. Acrecentaron sus juegos nerviosos. Al fondo, la pareja se besaba tendida en un asiento. La mujer arrojó una mirada horrible al anciano, como insinuándose. Las muchachas rodeaban al cuarentón complacido. El anciano sentía náuseas por los guiños de la gorda. Los muchachos se desnudaban. De pronto el anciano pensó que todo era tan extraño. Una voz ordenó bajarse a todos los pasajeros a través de los parlantes. El tren se detuvo, pero las puertas se mantuvieron cerradas. Afuera había una espesa neblina. Transcurrieron algunos segundos. Estaban todos de pie, menos el anciano. Estaban frente a las puertas que no se abrían.

Cuando empezó a salir el gas por los conductos hábilmente disimulados, todos gritaban y golpeaban las puertas de vidrio y trataban de separar las gomas que las hermetizaban. Desde afuera era posible ver como la gorda vomitaba el chocolate sin dejar de chillar y estrellarse contra los vidrios. Los puños del cuarentón estaban destrozados y la sangre corría por los vidrios. Las muchachas aullaban histéricas junto al quinceañero.  Solo el anciano se mantenía en el asiento aspirando en grandes bocanadas el gas que le robaba la vida.



Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, Chile, 1956) ha publicado siete libros de cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos,  Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, Déjalo ser, Las nuevas hadas y Microsauri;  cuatro novelas: Todo el amor en sus ojos (tres ediciones: 1990, 1999, 2014), Flores para un cyborg (tres ediciones: 1997, 2003, 2010), Las criaturas del cyborg (2011) y Ojos de Metal (2014); las tres últimas conforman una trilogía de ciencia-ficción; y los libros ilustrados de microrrelatos Microcuentos (libro virtual, 2008,  con Virginia Herrera) y  Breviario Mínimo (2011, con Luisa Rivera). Se distingue como cultor de la ciencia ficción y del microrrelato.http://diegomunozvalenzuela.blogspot.com/



FRANCESC BARRIO
España

LOS QUE ACECHAN

Abre los ojos. Le rodea  la más absoluta oscuridad. Parpadea varias veces. Un opaco manto tenebroso lo envuelve en un abrazo invisible. Nada. Todo. Negro. Estoy. Solo.

Un proceso fugaz pero eterno. Se le eriza el vello de la nuca. Su corazón se acelera, un hormigueo le recorre las articulaciones. Siente que le falta el aire.

Está de pie, en medio de algún lugar. Presiente la proximidad de lo cercano. La cabeza le da vueltas, se tambalea todo su ser. Extiende los brazos esperando descubrir algo familiar. Latidos desbocados, el corazón a punto de estallar. Su respiración cada vez más rápida, más intensa. El yo se le escapa, difuminándose en la oscuridad que le rodea.

Su mente se embala, pretende huir de su cabeza, hacia algún lugar más seguro. Necesita gritar, un alarido mudo y desesperado. De repente, recuerda. Se acostó. Sonámbulo. Un paseo nocturno. Seguramente se encuentre en medio del comedor. Un paso tímido le acerca al contacto esponjoso de un sofá. Se calma, se orienta, se acerca a una pared y acciona un interruptor.

Y, precisamente, en ese mismo instante en que se hace la luz, todos los seres que habitan las sombras, aquellos que acechan en la oscuridad, se retiran para volver a sus madrigueras.


Francesc Barrio nació el 1968 en Santa Coloma de Gramanet, ciudad cercana a Barcelona (España). Ha sido editor de juegos de rol, redactor de revistas de juegos, editor de contenidos freelance para un estudio de diseño y, tardíamente, ha descubierto su vocación de escritor. Ha recibido algunas menciones, ha quedado finalista en unos cuantos concursos y ha publicado sus relatos en unas cuantas revistas y antologías. Es colaborador del Portal Ciencia y Ficción y de la revista Catarsi. Arthur al otro lado su primera novela verá la luz próximamente de la mano de Ed. Valinor. Podéis visitar su blog https://noencuentroellitio.wordpress.com/



FERNANDO SORRENTINO
Argentina

DIÁLOGOS

Las cuestiones adminis­trativas o legales no sólo no me gustan sino que me ponen de malhumor.

Me hallaba solo en la sala de espera de una escribanía donde debería realizar un trá­mite engorroso, inquietante y posiblemente incomprensi­ble. Por culpa de mi espíritu obsesivo me había presentado allí unos cuarenta y cinco minutos antes de la hora en que me habían citado.

Sobre una mesita baja se encontraban ejemplares vie­jos de las revistas Gente y Hola, y de otras que conte­nían similares estupideces y vanidades. Hojearlas equival­dría sólo a incrementar mi grado de malhumor. De manera que preferí dejar vagar el pensamiento y evocar momentos agradables de mi vida.

Un “Buenas tardes, señor” me obligó a responder el saludo y a mirar a la persona que acababa de entrar: un hombre de abundante pero corto cabello canoso, de rostro moreno, algo aindiado, con bigote ralo y blanco. Traje, camisa y corbata: todo más bien gastado y mos­trando antigüedad y mucho uso. De modales calmos y respetuosos, lo identifiqué como el típico paisano bonaerense, acostumbrado a las tareas rurales. Tendría setenta años.

Se sentó frente a mí, tomó una de las aborrecibles revistas, hizo correr un poco sus páginas y, sin llegar a leer nada, volvió a dejarla en su sitio. Tras unos segundos, dijo:

—Parece que el calor se vino con mucha fuerza, ¿no?

Como no había allí otra persona que yo, entendí que, aunque el tema no me interesaba, debía responder algo.

—Para hoy anuncian una máxima de 35 —dije.

En realidad, esa noticia fue inventada por mí: ni siquiera conocía ningún dato sobre el asunto, pero creí que, con este aserto, podría dar por finalizado el diálogo.

El hombre no lo entendió así, pues dijo:

—Esta mañana estaba bastante fresquito, alrededor de 16 grados. Justamente yo había encendido la radio y oí el noticiero.

Y se quedó mirándome con atenta cordialidad, esperando, de mi parte, alguna información tal vez fundamental. Aunque yo habría preferido permanecer en silencio, me pareció de mala educación decepcionar a ese buen hombre, de manera que lo único que se me ocurrió fue:

—A la mañana temprano haría 16 pero al mediodía ya andábamos por los 25.

Este dato, también de mi invención, me pareció concluyente.

Sin embargo, el hombre poseía un espíritu más enciclopédico que el mío, ya que añadió:

—Para el sábado anuncian tormenta con granizo.

Recurrí a una respuesta desesperanzadora y, si se quiere, hasta cruel:

—Siempre la lluvia nos arruina todos los fines de semana.

Desde luego, esta aseveración es por completo falsa: en la mayor parte de los fines de semana, y al igual que en la mayor parte de los días de cualquier ubicación, no se registran lluvias.

El hombre trajo a colación un dato que yo no había advertido:

—En noviembre llovió los cuatro jueves del mes. ¿Qué me dice…?

Me liberó de la respuesta el saludo de dos caballe­ros que acababan de entrar, saludo al que mi compañe­ro y yo respondimos en voz más bien baja.

Por lo visto, esta irrupción le quitó intimidad a nuestro diálogo, pues yo no me atreví a reflexionar sobre los cuatro jueves lluviosos de noviembre y mi nuevo amigo no requirió mi contestación.

Ahora eran los recién llegados quienes conversaban entre sí, reanudando, según pensé, un diálogo que habían estado sosteniendo en la calle.

Ambos eran un poco parecidos, no tanto en el aspecto físico sino en ciertos atributos externos que los remitían a cierta cofradía: la barba, la semicalvicie, los anteojos, la ropa de estilo “intelectual”, nueva y de calidad, la sospechable holgura económica, el tono rotundo de sus palabras…

Uno de ellos, al que podemos llamar A, extrajo de su portafolio un libro y lo abrió en el punto que indi­caba un señalador de cuerina negra. Dijo, como conti­nuando frases anteriores y pasando su índice sobre la página abierta:

—Estamos frente a la búsqueda del objeto ausente que colme, en tanto figuración del amor edípico inol­vidable, todos los deseos y repare todas las heridas.

El otro caballero, al que denominaremos B, meneó la cabeza con desaprobación y dijo:

—No, no… No olvides que se trabaja el vínculo indisociable entre el deseo, el amor y la muerte, en temas como la moda, la prostitución, el matrimonio, el teatro, la religión, el padre, la ley y la cura. De modo que, en determinadas circunstancias signadas por el determinismo azaroso de lo real, el ausente adquiere un rostro y un nombre, y con él se entablan vínculos caracterizados tanto por la dimensión sublime del amor como por el goce letal de las pasiones.

—¿Te parece? —objetó el caballero A—. Aquí se despliegan las vicisitudes de estos singulares encuen­tros entre los cuerpos del deseo destinados a las pérdi­das y a los duelos que configuran verdaderos campos de batalla entre el verbo que es promesa y la carne que es destrucción. Se exponen, así, los conflictos entre la dimensión simbólicamente estructurante de la sexua­lidad, que genera lenguajes, intercambios y pactos; y la desestructurante, inherente a la dimensión letal del orden pulsional.

Por algunos instantes, tanto A como B se cristaliza­ron en una suerte de silencio expectante, como en las vísperas de una batalla que podría terminar con la vida de uno de ellos, o, peor aún, de los dos.

El caballero A estaba en el metafórico centro polémi­co del cuadrilátero del boxeo y dispuesto a aniquilar, con una victoria contundente, los argumentos del caballero B, ahora arrinconado contra las cuerdas. En efecto, añadió:

—Pero, como ya lo han instituido, entre otras autori­dades inapelables, Benjamin, Cruyff, Agamben, Derrida, Maradona, Žižek, Recalca­ti, Nancy y Didi-Huberman, para no hablar, por obvios, de Freud, Jung, Zidane, Mar­cuse, Adorno, Fromm, Pelé y Lacan, lo que se trasmite con claridad es la trascendencia del nombre teórico de castra­ción, que da cuenta de todos los avatares y las vicisitudes de las diferentes condi­ciones existenciales y estructuras psicopatológicas, que derivan en última instancia de la tensa imbricación de la libido con la pulsión de muerte.

B empezó a contestar:

—El psicoanálisis implica un acto de confrontación radical con la sociedad de consumo, dado que ésta exalta la desmentida como su mecanismo defensivo esencial: la experiencia poética del amor es desmenti­da por el encuentro fetichístico de los cuerpos…

No pudo culminar su idea. Apareció una mujer madura, con aspecto de secretaria severa, y, paseando su mirada por nosotros cuatro, preguntó:

—¿El doctor Máximo Trabuchetti…?

—Soy yo —dijo el caballero B, sin duda contraria­do por no poder continuar hablando.

—¿Y el doctor Armando Orate?

Resultó ser el caballero A.

—Por favor —dijo la mujer—. Acompáñenme a la oficina 3. La escribana los espera con los papeles listos.

Al quedarnos solos, estuve a punto de retomar nuestra conversación con alguna paradoja del estilo de “Hay días de invierno en que hace calor”, pero mi explorador de los vericuetos del clima me preguntó:

—¿Usted los conoce a estos señores que acaban de entrar?

Tuve que responder que nunca los había visto ni oído. Agregué:

—¿Por qué me lo pregunta?

Hizo un gesto dubitativo y contestó:

—Parecen medio “pavotes”, ¿no?

Opté por reservarme la opinión, bastante menos benévola. Hubo unos instantes de silencio y, cuando yo ya temía que volvieran las pláticas relacionadas con temperaturas, veranos, otoños, lluvias, nieves, vientos y demás fenómenos atmosféricos, surgió de nuevo la secretaria y dijo:

—¿El señor Segundo Ramírez…?

Como yo no era el señor Segundo Ramírez, perma­necí inmóvil. Mi amigo se puso de pie.

—Por favor —dijo la mujer—, me acompaña a la oficina 2. El escribano ya tiene listos los papeles.

Don Segundo me saludó con un breve gesto y desapareció en pos de la mujer.

Quedé nuevamente solo, consulté el reloj y pensé que, por fortuna, ya faltaban muy pocos minutos para que alguno de los escribanos me convocara a fin de cumplir con un trámite engorroso, inquietante y posi­blemente incomprensible.


Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires en 1942. Entre sus últimos libros de cuentos pueden citarse El crimen de san Alberto (Buenos Aires, Losada, 2008), Paraguas, supersticiones y cocodrilos (Veracruz, Ins­tituto Literario de Veracruz, 2013) y Los reyes de la fiesta, y otros cuentos con cierto humor (Madrid, Apa­che Libros, 2015).



Tanya Tynjälä
Perú

LA DANZA DE SHIVA



Él se bañó escrupulosamente, como todas las tardes. Se dispuso a cumplir con sus metódicos ritos para vestirse, pero vio en su reloj de pared que ya era casi la hora de su reunión virtual diaria. Se apresuró, tratando mal que bien, de cumplir los ritos. Eran tan importantes para su equilibrio físico y mental como respirar para vivir.

Se sentó ante su gran pantalla para conversar con Ella. Ya no recordaba cómo empezaron esas reuniones, pero le agradaba compartir esos momentos con alguien tan bella como inteligente. Los temas eran quizá aburridamente filosóficos para algunos, pero Él los encontraba fascinantes. Inclusive diría que había dado su alma gemela. ¿Se estaría enamorando?

La pantalla se encendió y la imagen contrariada de la joven se presentó.

—¡Hola!... —dijo y al ver la expresión de la joven agregó. —te noto extraña hoy, ¿pasa algo malo?

—Sí. —una ligera sonrisa se dibujó. —Me han cancelado un proyecto en la universidad en la que trabajo, falta de fondos.

—¡Oh! ¡Lo siento mucho! Ese es un gran problema mundial, la falta de fondos. La crisis, ¿sabes?

—Sí. —Suspiró. Un silencio incómodo se instaló entre ellos. Él nunca había sido bueno consolando, Ella parecía no encontrar cómo explicar algo de tanta importancia para los dos. —Tú jamás me has preguntado en qué trabajo.

—Por los temas que tocamos siempre pensé que eras filósofa, no he sentido la necesidad de corroborarlo. —Él  Sonrió.

—En realidad soy ingeniera informática, especializada en inteligencia artificial.

—¡Jamás lo hubiera pensado!

—Hace unos años presenté mi mayor proyecto, la de hacer que un cerebro artificial fuera capaz de razonar, de elaborar ideas  complejas.

—Cogito ergo sum.

—Exacto. Funcionó, era increíble ver cómo el cerebro era capaz de sacar sus propias conclusiones sobre lo que significa la diferencia entre existir y vivir por ejemplo.

—Uno de nuestros temas favoritos.

—Sí.  Bueno, la universidad me dice que ya probé mi punto, que se están gastando muchos fondos y que se necesita ese dinero para  otros proyectos nuevos.

—Siento que eso te pase.—Hubo un segundo embarazoso  silencio que Ella interrumpió abruptamente.

—Eres la danza de Shiva y yo soy Shiva.

Él se sintió confundido. Recordaba bien la discusión que tuvieron sobre el tema. Él no sabía nada sobre religión hinduista, Ella le explicó la noción de que todo lo que en otras religiones se supone creado por un dios, es para los hinduistas una ilusión de Brahma, mientras Shiva danza. Ahora que sabía cuál era su profesión entendió por qué la conversación se fue hacia los científicos, quienes utilizan  la danza de Shiva para metaforizar la danza de la materia subatómica: una danza de continua creación y destrucción que involucra a todo el cosmos. Él  recordó haberle dicho que entonces ellos formaban parte de la danza de Shiva y que el día de que éste dejara de danzar, entonces ellos dejarían de existir. Pero  ¿A qué venía su extraña frase?

—¿Perdón?

—Existes pero no está vivo.

Él se sintió de pronto muy incómodo.

—Eres mi proyecto, debo apagarte.— Dijo y se puso a llorar.

Él pensó en una broma de mal gusto, pero las lágrimas de Ella lo angustiaron.

—¿De qué hablas? ¡Claro que existo y estoy vivo! ¡Esta es mi casa, mis cosas!

—¿En qué trabajas? ¿Quién es tu familia?

Abrió la boca pero no dijo nada. No pudo contestar, no tenía las respuestas.

—Lo siento, se acerca la hora, debo apagarte.

—¡No!— Gritó Él desesperado. —¡Espera, no  me pueden hacer esto, estoy vivo!

—No. —Dijo Ella y volvió a llorar. —Existes, pero no estás vivo. Lo siento, ya es hora.

Él quiso decir algo más, pero cayó en la nada.



Tanya Tynjälä. Escritora peruana de ciencia ficción y fantasía. Se dedica a la docencia. Ha publicado con NORMA “La ciudad de los nictálopes”, “Cuentos de la princesa Malva” Y “Lectora de sueños”, además con Micrópolis “Sum”, colección de micro relatos y poemas. Es editora para el idioma español del equipo de
blogs de “Amazing Stories”. Ha sido galardonada con premios literarios como el “Francisco Garzón Céspedes” en 2007. Pueden apoyar su trabajo en
Patreon: http://patreon.com/tanyatynjala
Página web: www.tanyatynjala.com
Blog en Amazing Stories: http://amazingstoriesmag.com/authors/tanya-tynjala/
Blog de viajes: http://piedraquecorre.blogspot.com/








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